Si queremos comprender la materia del universo debemos
aguardar que aparezca en nuestras uñas y se manifieste en pequeñas medialunas,
no importando si son del tamaño de un pulgar o de la expectación de un regalo.
Quieren avisarnos que manda un corazón diminuto, multiplicado en las caras del
atardecer, ahí se fortalecen todos los grados de las crisálidas y despegan. La
cosa hunde esas mismas uñas en un desierto de zapatos que se vuelve bolas de
nieve. Determinando la ranura pasarás ciego, con unos radares embólicos que
obstruyen momentáneamente tu respiración. Aire helado que entra y sale
convertido en ternura. Qué hay de antiguo en estos movimientos más comunes de
lo que parecen. Mi padre y todos sus padres. Las hembras que han dado a luz
cuando abrimos los párpados nos tocan hombros en la ramificación infinita de la
memoria. Somos su parte en el presente, las notas de quienes nos suceden. Y si
digo que no quiero morir es para determinar el momento, estoy y me rodean,
luminosos sobre la nieve, esa diafanidad y su carga viene y no termina, la
remontamos para seguir a quienes vendrán y hablarán de nosotros como los que
pasaron. Llueve en las palpitaciones vegetales, se abre el cielo para mostrar
que la vida es rústica y limpia. La simpleza llega por nosotros en tambores que
soplan hojas y acarician las mejillas, a veces subterráneamente en un mundo de
aleaciones minerales, por donde pueden caminar con sigilo, aventando las falsos
toboganes en canaletas húmedas, por donde un hilillo de agua corre hasta el
útero, que todo lo limpia, que todo lo abraza. Ese es el regalo de la luna y de
las manos cuando están juntas, sorprender a la humanidad por completo.
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